Es difícil no conmoverse al ver un delfín emerger impetuosamente del agua, saltar como si tuviera alas, girar en el aire y volver a sumergirse. Más difícil aún es que te saquen del océano y te mantengan secuestrada y sometida en una piscina para que la gente pueda conmoverse con tus saltos. Así viven Mancha, Mary, Lala y Guarina, y muchas otras, esclavizadas por una industria que se disfraza de educativa y conservacionista mientras cuenta billetes manchados de sangre.
Sólo en el Estado español, según SOSdelfines, se estima que hay 98 individuos en esta situación. Se trata del séptimo país del mundo, y el primero de Europa, con mayor cantidad de delfinarios -actualmente está en construcción en Lanzarote el número 12-. Según la misma organización, al menos 34 de estos animales conocieron la libertad y fueron capturados en su medio salvaje, principalmente en aguas de Cuba y Florida.
Las manera en la que se captura a los animales en los mares cubanos no está tan documentada como en otros lugares, como Taiji (Japón); pero podemos imaginar que se realiza en circunstancias parecidas: atrayendo o aturdiendo a los delfines con dispositivos sonoros, acosándoles con persecuciones en lancha y tirando bombas al agua, apresándolos en redes y matando a quienes se resisten demasiado o no son útiles. Aparte de las crías secuestradas, muchos individuos mueren por las heridas o incluso el estrés de la cacería. Se producen también abortos, los grupos se dispersan y se rompe la estructura social fundamental en la vida de los cetáceos. Los delfines en la piscina son también el recuerdo y el duelo de las familias de las que les separaron.
De este modo llegó Mary, el 1 de agosto de 1987, al recién construido delfinario del Zoo de Madrid. Con ella llegaron, también de Cuba, otros seis delfines, cinco focas y dos leones marinos. Algunas de ellas habían sido ya entrenadas en Mallorca o Barcelona, pero otras permanecían, según informaba El País “en estado indómito”. Así que sólo tres de los siete delfines, de nombre Sussie, Calypso y Marina, aparecieron ante los 20.000 espectadores que acudieron el primer día a ver el espectáculo. La tarea de doblegar a Mary y a sus compañeras para que aprendieran a hacer los trucos le fue encomendada a un “experto” llamado Dan Carwright, que había aprendido su oficio limpiando piscinas tras darse cuenta de que “ir al colegio era una pérdida de tiempo”. No pretendemos en ningún momento defender el sistema educativo que perpetúa el especismo y otras injusticias, pero la alternativa que Dan encontró para su tiempo no fue mucho más digna. En aquellos días, entre otras cosas, trabajaba para una empresa de “animal brokers”, intermediarios que comerciaban con las capturas y traslados de todo tipo de animales de un lado al otro del planeta.
Sus técnicas, como las de ahora, consistían en el chantaje y la privación de alimento, de modo que los animales dependen de la perfecta realización del truco para ver cubiertas sus necesidades. Pero esto no es todo por lo que tuvo que pasar Mary. Según Albert López, ex adiestrador arrepentido, los delfines en cautiverio sufren daños en la piel y los ojos por las condiciones del agua, tienen problemas sociales por la artificialidad de los grupos, y se ven seriamente afectados por las circunstancias acústicas de la piscina y la constante música elevada, que además les impide comunicarse entre ellos bajo el agua con normalidad. Algunos de los trucos son de por sí humillantes y potencialmente dañinos, como aquellos en los que les tapan los ojos para demostrar al público su orientación a través del sonido, o en los que las entrenadoras apoyan el pie en su morro para ser elevadas, lo cual produce heridas y problemas en la mandíbula.
Así vive Mary desde hace casi treinta años, en una prisión de 36 metros, 14 menos que una piscina olímpica, 14 millones menos que el océano al que pertenece. Realizando dos funciones al día, todos los días del año, más las actuaciones nocturnas en verano, más los entrenamientos médicos y los propios del espectáculo.
Durante este tiempo, ha visto nacer y morir, llegar y marchar a muchas otras, sus rastros prácticamente imposibles de seguir. A día de hoy, once delfines se mantienen secuestrados en el Zoo Aquarium de Madrid. Mancha y Guarina llevan allí desde 1989 y 1990 respectivamente. Lala llegó en 2002. Las tres procedían del Acuario Nacional de Cuba, donde habían permanecido un tiempo indeterminado desde su captura en el océano. Einyel llegó en 2008 y es, hasta el momento, la única de las cinco secuestradas que no ha procreado. La reproducción y el intercambio de crías es un negocio muy rentable para los zoos y acuarios, y un asunto muy doloroso para unos animales con fuerte sentido de la comunidad, que en libertad tienden a crear vínculos vitalicios. Para controlarla, los delfines de sexo masculino son sometidos a tratamientos químicos, de modo que no responden de forma natural a las etapas de celo y son manipulados, prácticamente “ordeñados”, periódicamente para extraer su semen, tal y como se muestra en este vídeo:
Durante mucho tiempo, Tritón fue la fuente inagotable de semen para Parques Reunidos. Le siguieron Lito y Luiso, a quien en 2013 enviaron a Selwo Marina (Málaga), uno de los centros con los que el Zoo Aquarium de Madrid efectúa más intercambios de vidas. Actualmente es Loren, también secuestrado en Cuba, el único “macho reproductor”. Loren tiene 46 años, una edad bastante avanzada para los delfines en cautiverio, y la mayoría de ellos los ha pasado atrapado de piscina en piscina.
Pero no sólo la captura del océano supone el robo de la libertad. También los nacimientos en delfinarios condenan a la separación y la privación. En 1997 Mary tuvo una cría a la que se bautizó como Rocky. Tras un año de gestación y poco tiempo de convivencia, Mary fue separada de su bebé, que fue enviado a un parque de la cadena Marineland en Francia. Lo mismo sucedió con su siguiente hijo, Romeo, nacido esclavo en 2009. Romeo y Rumbo, hijo de Mancha, fueron fruto de un acuerdo de intercambio por el cual harían hueco a un nuevo “macho alfa” que nunca llegó. Según el Director Biológico de Parques Reunidos, separar a Rumbo y Romeo de sus madres suponía “el restablecimiento de unas relaciones sociales adecuadas en el grupo”. Rumbo y Romeo no habían cumplido los dos años. En la naturaleza, las crías tardan entre 3 y 6 años en separarse del lado de sus progenitoras. Así es como Parques Reunidos educa sobre la naturaleza. Imaginamos, por lo que sabemos de los delfines, que aquel día de febrero de 2011 permanece en la memoria de Mancha y Mary, que recordarán cómo fueron llevadas al tanque de manejo junto a sus hijos para que éstos fueran sacados de la piscina, cubiertos en lanolina y transportados por carretera a una nueva prisión.
Mancha también había sido separada de Dam, nacido en 1999, y de Zeus, nacido en 2004. Guarina y su hija Naia, nacida en Madrid en 2005, corrieron la misma suerte. Si lo recuerda, Guarina probablemente temerá que vuelva a ocurrir con Ringo e Iruka, las dos crías que ahora nadan junto a ella. Y probablemente ocurra, de una forma u otra. Y ocurrirá con Blu, el último hijo de Mancha. Y con Noa, la primera hija de Lala. Y con Ringo, el último hijo de Mary. Permanecerán en Madrid mientras sean rentables, mientras sirvan para cubrir el cupo y llenar las gradas, hasta que llegue la hora de cumplir el próximo acuerdo de intercambio firmado en alguna importantísima reunión ejecutiva de las múltiples organizaciones-tapadera y programas de reproducción e intercambio que los zoos y acuarios han fundado para perpetuar su impunidad. Véase la EAZA, la WAZA, la AIZA, los programas EEP o ESB… Siglas y más siglas detrás de vidas y más vidas arrebatadas y destruidas.
Hoy nos solidarizamos y luchamos por Mary, Mancha, Lala, Guarina, Einyel, Loren, Noa, Iruka, Lennon, Ringo y Blu, secuestrados ahora mismo en el Zoo Aquarium de Madrid. Por las hijas, hermanas y compañeras que han visto nacer, morir y marchar. Por los cautivos en todo el mundo saltando al sonido de un silbato para sacar una sonrisa ignorante. Por aquellas a quienes nunca veremos, porque seguirán saltando libres contra las olas.
Por sonreír sabiendo que son libres, aunque nunca las veamos, en lugar de verlas esclavas para sonreír.