Según las estadísticas recogidas en la web del santuario Bigcat Rescue, entre 1990 y 2014 se han registrado 990 incidentes con grandes felinos en cautividad, en su mayoría fugas y ataques. Tatiana podría haber sido una más, se habría intentado ocultar o diluir su historia en este baile de cifras que a casi nadie le importa, como siempre hacen los centros de explotación con este tipo de cosas; pero algunos pequeños detalles la hicieron inolvidable: la fecha en la que sucedió todo, el resultado, las circunstancias y, sobre todo, la determinación…
Tatiana era una tigresa siberiana de cuatro años. A esa edad, en su hábitat natural en Eurasia, habría tenido un territorio de 250 kilómetros cuadrados. Sin embargo, ella había nacido encerrada y ahora vivía en un recinto de unos 100 metros junto a otros tigres cautivos. No era la primera vez que manifestaba su disconformidad con este hecho. En 2006, poco después de que el Zoo de San Francisco la trajera desde Denver con el objetivo de utilizarla para su programa de reproducción, Tatiana hirió gravemente a un cuidador. En aquella ocasión, la noticia no trascendió demasiado, despachándose con el típico argumento: “es un animal salvaje y estas cosas pasan”.

Pero estas cosas no pasan porque sí, pasan porque los animales no deben ni quieren estar encerrados, ser objetos de exposición ni de burla. Al menos, esto fue lo que Tatiana demostró. El día de Navidad de 2007, según algunos testigos, tres jóvenes visitantes estuvieron molestando a los animales, gritándoles y tirándoles cosas. La mayoría de las tigresas y leonas se mostraron revueltas y enfadadas por este hecho, pero Tatiana hizo algo más. Se las apañó para escalar el muro de cuatro metros de altura que rodeaba su recinto, y fue tras ellos. Al primero lo alcanzó y despedazó en poco tiempo. Después de esto, vagó por las instalaciones del zoológico hasta encontrar a los dos muchachos que habían escapado, sin herir ni prestar atención a nadie más por el camino. Tatiana sabía a quién quería atacar y por qué. En los días posteriores, se distribuyeron vídeos, imágenes, análisis y reconstrucciones en los que se demostraba la complejidad de la fuga y la búsqueda. Demasiada distancia y demasiado esfuerzo como para pensar que había sido una mera casualidad…
Tras la muerte del primer visitante, el zoológico activó sus medidas de emergencia, y se desplegó un gran dispositivo policial. Los dos jóvenes heridos consiguieron salir con vida. Tatiana murió víctima de varios disparos sin haber llegado a cumplir los 5 años, sin haber pisado jamás los bosques de hoja perenne que deberían haber sido su casa, sin haber conocido nunca la libertad.
En 2010, las particularidades de esta historia sirvieron de base al autor Jason Hribal para enmarcar su tesis sobre la resistencia de los animales no humanos en el libro Fear of the animal planet. The hidden history of animal resistance. Según Hribal, ejemplos como el de Tatiana pueden demostrar que los demás animales no se fugan o atacan por instinto o casualidad, sino como actos explícitos de rebelión.
Una de las razones por las que no hay mucha información al respecto, es porque los zoos tienen un procedimiento preestablecido para enfrentarse a este tipo de sucesos y ocultar al público la frecuencia con la que suceden. Por una parte, no les interesa ofrecer a sus visitantes una imagen de inseguridad. Por otra, no quieren que se difunda la evidencia de que los demás animales tienen la necesidad de luchar por su libertad y la capacidad de actuar en consecuencia.
El primer paso que siguen cuando ocurre uno de estos incidentes es proclamar que las fugas y los ataques son muy poco comunes, que casi nunca suceden. Los 990 incidentes registrados en 24 años, teniendo en cuenta sólo a los felinos, deberían ser suficientes pruebas para refutar esta afirmación.
El segundo paso es negar que pueda haber voluntad o determinación por parte de los animales, y usar palabras clave como “accidente”, “salvaje” o “instinto”. Saltar un muro de cuatro metros para perseguir a alguien no es un accidente, igual que no lo es tener encerrado a un animal que debería ser libre. En casos como el de Tatiana o el de la orca Tillikum, la acción es tan claramente deliberada que se hace imposible achacarla a la casualidad. Cuando esto sucede, se recurre a echar la culpa a la víctima, diciendo que estaba bajo los efectos de las drogas o que cometió un error fatal.
El tercer paso es adquirir públicamente el compromiso de tomar medidas para que nada parecido vuelva a suceder: se invierte dinero en mejorar las instalaciones, se ocupan de que el animal problemático desaparezca en el entramado de compra-venta, tráfico e intercambio con otras instituciones o, en muchos casos, se le condena a muerte. En la mayoría de los zoos tienen personal especialmente entrenado para responder a las fugas, y protocolos de actuación que normalmente terminan con la muerte del animal. El Zoo de Tokyo, por ejemplo, convierte estos protocolos en una atracción más para sus visitantes, simulando con personas disfrazadas lo que sucedería si un animal intentara escapar:
El cuarto paso es controlar la información, procurar que no se filtren testimonios de los testigos ni de sucesos anteriores. Los centros de explotación animal suelen tener un equipo de asesores y relaciones públicas preparado para dar respuesta a cualquier obstáculo que pudiera surgir, presentando a los zoos como la auténtica víctima en caso de que se hagan demasiadas preguntas. Además, normalmente están asociados en grandes grupos empresariales o instituciones internacionales lo suficientemente poderosas como para influir en los grandes medios de comunicación. Éstos se encargan de difundir la imagen de los zoos como lugares en los que se realiza una importante labor educativa y de conservación, en lugar de mostrarlos como lo que realmente son: negocios que obtienen beneficio del encierro y sufrimiento de los animales no humanos.